martes, 29 de noviembre de 2011

Asesinos seriales: Richard Kuklinski "El hombre de hielo"



El apodo de Iceman, hombre de hielo, le llegó por dos vertientes. Una por su más que demostrada frialdad para las ejecuciones. No dudaba, ni siquiera pestañeaba, no sentía la más mínima piedad por su víctima. La otra fue por uno de sus mortales experimentos. Tuvo el cuerpo de una víctima  en un congelador durante dos años antes de deshacerse de el. Estuvo a punto de engañar a la policía pero los forenses descubrieron restos de hielo en la autopsia, solo le faltaron unas horas más para la total descongelación del cuerpo.



A los 13 años y tras uno de los episodios habituales de vejaciones callejeras, Richard llegó a su límite. Su padre al verlo llegar golpeado, le proporciona otra soberana paliza como reprimenda por haberse dejado avasallar. No aguantaba más, tenía que hacer algo. Charlie Lane, el jefecillo de la banda callejera que controlaba el barrio y su auténtica pesadilla, se convirtió en su único objetivo. Richard estudió sus rutinas durante días y se preparó para darle su merecido. Una madrugada esperó agazapado a que Charlie volviera a su casa en un sucio y solitario callejón. Allí, tras fríamente provocarlo y hacer que le atacara, Kuklinski le asestó con una barra de hierro un mortal golpe en la sien. El momento que tantas veces había soñado había llegado y no paró de golpear hasta que el cuerpo inerte de Lane se encontraba tirado en un charco de sangre y sus sesos esparcidos por el suelo. Se había vuelto loco, había perdido la noción de todo, solo quería golpearlo una y otra vez. Posteriormente ocultó el cuerpo en el maletero de un coche y se deshizo de él arrojándolo a una zona de marismas heladas. Previamente le arrancó al cuerpo los dientes y le cortó los dedos con un hacha para así hacer más complicada su identificación. Esa noche durmió feliz, había cruzado la línea, estaba en el “otro lado” y eso la hacía sentirse muy bien.

Su siguiente víctima no se hizo esperar, tras ganar una partida de billar volvió a ser insultado por otro joven del barrio. De vuelta a casa advirtió que este desdichado se había quedado dormido dentro del coche. Fue rápidamente por gasolina, la vertió en el interior del vehículo y le arrojó una cerilla. Disfrutó muchísimo con los gritos de dolor y pánico del chico entre las llamas. Richard se estaba creciendo por momentos.
Durante los siguientes treinta años Kuklinski asesinó de las más variadas formas. Cualquier cosa le servía desde un martillo a un pica-hielos, pasando por cuchillos o pistolas, cualquier utensilio podía ser un arma letal. Se perfeccionó muchísimo el uso del cianuro, lo utilizó en muchas ocasiones pues era difícil de detectar toxicológicamente y más cuando era utilizado en aerosol aunque también lo utilizó en otras muchas variedades. El inhalador lo comprobó con éxito en un inocente viandante, el cual cayó fulminado a los quince segundos. Para deshacerse de los cuerpos utilizaba también los métodos más variopintos. Su favorito era colocar los cuerpos en un barril de aceite y arrojarlos a un lago. Otro era lanzar el cuerpo a una profunda grieta que tenía localizada en el terreno. El mas “espectacular” era colocar el cuerpo en una cueva minada de voraces ratas gigantes de Pennsylvania. Este método también lo utilizó con personas vivas a las que por uno u otro motivo se les había asignado un sufrimiento “extra” antes de morir. En una ocasión esto fue filmado para que el cliente supiera del sufrimiento al que había sometido a su objetivo. Imaginaos ante la clase de individuo que nos encontramos.

Kuklinski, a la pregunta de cuantos hombres había matado, siempre contestaba que más de cien, y que era algo de lo que no se sentía para nada orgulloso. Probablemente su fatídica estadística de asesinatos se aproximara bastante más a las doscientas defunciones que a las cien que el mismo se refería. Un verdadero y eficaz cazador de hombres que afortunadamente ya no se encuentra entre nosotros.

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